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Opinión

Un padre y una madre

Y su llanto recuerda a ese otro llanto de una madre que, también rota de dolor, pedía lo mismo, que hasta ahora exige lo mismo y ve cómo el femicida se encuentra recluido en un centro penitenciario que al lado de cualquier otra cárcel es un hospedaje de lujo, y que antes vio cómo se facilitó su fuga desde las altas cúpulas policiales y judiciales hasta que, en un hecho por demás vergonzoso, fue identificado por policías de otro país.LUCRECIA MALDONADO

El padre casi no puede hablar. Está completamente roto. El llanto le ahoga. Entre sollozos dice la única verdad posible: “Nos quitaron la vida”. A él y a su esposa, su hija adorada. A su abuelita una nieta cariñosa. A sus hermanos, su hermana querida. A sus primos y tíos su prima y su sobrina… La alegría de la vida de toda una familia. La esperanza de un futuro prometedor para ella, el que había escogido, sin saber que a veces el camino está lleno de monstruos. En medio de su desconsuelo, el padre pide justicia. No venganza. Aspira a que por una vez se hagan las cosas bien. Que a los seis implicados en el asesinato de su hija no se les trate con guante blanco por el mero hecho de ser uniformados.

Y su llanto recuerda a ese otro llanto de una madre que, también rota de dolor, pedía lo mismo, que hasta ahora exige lo mismo y ve cómo el femicida se encuentra recluido en un centro penitenciario que al lado de cualquier otra cárcel es un hospedaje de lujo, y que antes vio cómo se facilitó su fuga desde las altas cúpulas policiales y judiciales hasta que, en un hecho por demás vergonzoso, fue identificado por policías de otro país.

¿Cuáles fueron los pecados de María Belén Bernal y Aidita Ati para sufrir semejante castigo? Dos mujeres jóvenes, valientes, aguerridas y optimistas que decidieron confiar, la una su corazón, la otra su carrera y formación, a miembros de las llamadas ‘fuerzas del orden’. Y sus casos, aunque diferentes por algunos motivos, confluyen en un solo aterrador final: la agresión brutal que termina con sus vidas en el interior de un recinto castrense o policial en donde, en una macabra y sórdida sincronicidad, el telón de fondo de sus asesinatos era una fiesta ‘clandestina’ celebrada por miembros de la institución.

La otra coincidencia, estremecedora, es la brutalidad con que uno o varios machos atacan a una mujer indefensa. Cómo se humilla su cuerpo, ya sea con golpes o agresiones sexuales inenarrables. Cómo se ultraja su ser de la manera más execrable. Y cómo la institución y la justicia misma del país, castrense y no castrense, termina protegiendo a los asesinos y dejando desamparadas y desconcertadas a las víctimas, porque los padres y familiares de Aidita, así como Elizabeth Otavalo y el pequeño Isaac son también víctimas de tales agresiones. Víctimas de tener que llorar una muerte absurda y la desgarradora certeza del sufrimiento que conllevó para sus queridas hijas. Víctimas de tener que enterrar a quien dieron el ser. Y víctimas de sentir la burla despectiva de los asesinos y las instituciones que los amparan.

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Y detrás de todo esto surge una serie de interrogantes: en un país en donde no se vaciló en invadir una embajada, violando las normas del Derecho Internacional con cualquier peregrina excusa deleznable y absurda, para apresar a un asilado político que ya había cumplido su pena y con el exclusivo fin de no perder una consulta popular… ¿no se podrían tomar medidas más drásticas para castigar estos hechos que sí son crímenes horrendos y sin sentido? ¿Qué privilegio tienen los agresores, aparte de portar un uniforme que ellos mismo deshonran y ensucian con sus horripilantes acciones? Lamentablemente, y más allá de lo horrendos que pueden ser, no son estos los únicos crímenes cometidos por uniformados: un policía dispara a su esposa y luego se suicida. Un policía contrata un sicario para disparar a su ex pareja y a la bebé de ambos, de siete meses, que muere en el acto. Un policía, esposo de una policía, asesina a la hija de ambos, de solo siete años, cuyo cuerpecito termina en una cisterna de la casa paterna de él… Y la galería del horror podría continuar por varias páginas, aunque ellos digan que se trata de ‘casos aislados’.

Cabe una pregunta más: ¿y nosotros, la gente, la sociedad… qué? ¿Seguiremos como espectadores impasibles de semejantes sucesos, mirando para otro lado y haciéndonos de la vista gorda? ¿Seguiremos ignorando el dolor de esas familias que podrían ser la nuestra, que son parte de esa gran familia de desamparados en que ahora se ha convertido nuestro país? ¿Seguiremos pensando que esa joven subteniente ultrajada, que esa niña encontrada en un pozo, que esa joven esposa asesinada a golpes por un ser sin entrañas no tienen nada que ver con nosotros? ¿Seguiremos ignorando las lágrimas de esa madre, el llanto desgarrado y desgarrador de ese padre que, de una u otra manera, deberían representar a cada padre y a cada madre que en el Ecuador han perdido hijos por causa del desgobierno y la anomia en que vivimos, y a cada padre y a cada madre que deseamos con todo el corazón que esta pesadilla por fin se termine?

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